· La hija del vacío ·
de “La hija del Sol Artificial y otros relatos”
Cada vez que cerraba la boca y empezaba a masticar, una parte de su alma se perdía en un inmenso vacío. Su corazón se desmoronaba. Con aquellas manos huesudas recogía las flores de la perdición que estaban tiradas por el suelo y les quitaba, una a una, todas las espinas. Después se echaba dichas espinas a puñados a la boca, las masticaba y se las tragaba. Los tallos, desnudos, le parecían inservibles y los tiraba de nuevo al suelo, exactamente igual que como hicieron con ella una vez. Como cuerpos muertos, caían al suelo y se pudrían, pero antes sus flores, feas e imperfectas, soltaban las semillas que crecerían y se transformarían en nuevas plantas. Se puede decir que aquella tierra no era de naturaleza fértil, pero los restos descompuestos de los caídos servían como abono y las flores crecían sanas y fuertes, aunque también crecieran feas e inservibles.
Podríamos decir que la muchacha, sentada sobre unos despojos de otro ser, no existía realmente. Hacía tanto tiempo que permanecía allí, cumpliendo con su deber, que ya no sabía hacer otra cosa. Se limitaba a contribuir con el ciclo vital de las flores del jardín, parece ser. Incluso ya no se podía considerar una persona humana, si es que realmente lo fue alguna vez. Parecía un monstruo invisible. Estaba presente, pero no estaba. Tenía una vida, pero no vivía. Era algún ser, pero no era.
Su aspecto era más o menos horrible. Su rostro se consumía en los huesos. La nariz puntiaguda era el elemento que más resaltaba de su cara. Los ojos se perdían en unas cuencas oscuras y hundidas. La boca no era nada más que una grieta en el rostro. Ni siquiera tenía labios. El cabello le caía sobre los hombros, era liso y de color blanco rosado. Los brazos esqueléticos terminaban en unos largos dedos que, a su vez, terminaban en unas uñas afiladas, largas y de un color amarillo transparente. Tenía clavos de metal que le sobresalían del cráneo. La espalda era raquítica y se le podían contar una a una y sin problemas las vértebras de su columna. Por lo que se veía, también tenía un diferente número de costillas a cada lado de su cuerpo. No llevaba ropa.
De repente se encontraba de pie al lado de la muchacha otro ser, un ser humano, un terrible hombre, que vestía ropas elegantes y tenía una cara muy bien cuidada. En realidad se trataba de un monstruo, el verdadero monstruo. Un monstruo inmaterial. Disfrutaba viendo a la muchacha hacer lo que debía hacer y su alma, si no fuese porque ya estaba muerta y podrida hacía tiempo, debería de morir un poco con cada segundo que pasaba observando la escena. Era además intocable y, quizás por eso mismo, tampoco existía realmente. Al menos, eso sí, su falsa existencia no era triste.
La muchacha no se daba cuenta de que allí había alguien más, continuaba con su deber. El hombre, sin expresión alguna, se agachó y se puso a la altura de la otra, le gritó en su cara “¡Cómete las rosas!”. La muchacha parecía no haber escuchado nada, pero así como él se levantó y empezó a caminar hacia la salida del jardín, susurró ella “Me comeré sólo las espinas”. Acto seguido, se echó otro puñado de espinas a la boca.
El hombre escuchó sus palabras. Por un momento, los dos seres existieron realmente.
Podríamos decir que la muchacha, sentada sobre unos despojos de otro ser, no existía realmente. Hacía tanto tiempo que permanecía allí, cumpliendo con su deber, que ya no sabía hacer otra cosa. Se limitaba a contribuir con el ciclo vital de las flores del jardín, parece ser. Incluso ya no se podía considerar una persona humana, si es que realmente lo fue alguna vez. Parecía un monstruo invisible. Estaba presente, pero no estaba. Tenía una vida, pero no vivía. Era algún ser, pero no era.
Su aspecto era más o menos horrible. Su rostro se consumía en los huesos. La nariz puntiaguda era el elemento que más resaltaba de su cara. Los ojos se perdían en unas cuencas oscuras y hundidas. La boca no era nada más que una grieta en el rostro. Ni siquiera tenía labios. El cabello le caía sobre los hombros, era liso y de color blanco rosado. Los brazos esqueléticos terminaban en unos largos dedos que, a su vez, terminaban en unas uñas afiladas, largas y de un color amarillo transparente. Tenía clavos de metal que le sobresalían del cráneo. La espalda era raquítica y se le podían contar una a una y sin problemas las vértebras de su columna. Por lo que se veía, también tenía un diferente número de costillas a cada lado de su cuerpo. No llevaba ropa.
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De repente se encontraba de pie al lado de la muchacha otro ser, un ser humano, un terrible hombre, que vestía ropas elegantes y tenía una cara muy bien cuidada. En realidad se trataba de un monstruo, el verdadero monstruo. Un monstruo inmaterial. Disfrutaba viendo a la muchacha hacer lo que debía hacer y su alma, si no fuese porque ya estaba muerta y podrida hacía tiempo, debería de morir un poco con cada segundo que pasaba observando la escena. Era además intocable y, quizás por eso mismo, tampoco existía realmente. Al menos, eso sí, su falsa existencia no era triste.
La muchacha no se daba cuenta de que allí había alguien más, continuaba con su deber. El hombre, sin expresión alguna, se agachó y se puso a la altura de la otra, le gritó en su cara “¡Cómete las rosas!”. La muchacha parecía no haber escuchado nada, pero así como él se levantó y empezó a caminar hacia la salida del jardín, susurró ella “Me comeré sólo las espinas”. Acto seguido, se echó otro puñado de espinas a la boca.
El hombre escuchó sus palabras. Por un momento, los dos seres existieron realmente.
♠ Fin